Nació en medio de la tierra caliente que se acerca al Ecuador. De familia y sonrisa abundante, como es costumbre en este hemisferio de las Américas.
De niña solía salir las noches de luna brillante. Acostarse en en la pradera cerca de su casa y observar las sombras débiles que se desprenden de las noches brillantes. Y hablar y hablar con ella. Tu destino está lejos, hija de mis ojos. En otra tierra, en otro continente. En un espacio diferente pero donde siempre podré observarte.
Ángela lo sabía. No importaba donde se encontrara su cuerpo, siempre estaría con su tribu. Siempre podría encontrarlos a todos en los reflejos de cada 28 días.
Y así llego a España. A una sociedad que le recordaba a la mitad de sus ancestros. Con su idioma y sus confusiones. Con diferentes acentos y distinto calor. A una familia extraña que con las semanas y los meses, y los ojos de los dos ángeles que ahí habían aterrizado empezó a convertirse en suya. En la extensión de esa familia perdida, quizás algunas vidas ya. De esa tribu, que por los días viajaban para encontrar la mejor vista de la luna.
Aid y Dan. La que siempre lo da todo por los demás, la mayor, la niña que tantas veces tuvo que abrazar antes de dormir y cantarle en silencio las melodías secretas que ahuyentan a los miedos, a los espíritus que no deben de llegar.
La menor, la que llenaba cada espacio de amor sólo con su presencia. La que con la mirada la hacía sonreír. Capaz de sanar con un abrazo la tristeza de cualquiera, cambiarle el día a quien se la cruzara por la calle.
Acompañada de la luna Angela se sirvió de su alma y las noches en las que sus angelitos dormían para invitarlas de paseo. Llevarlas entre sueños a las planicies desérticas donde el perímetro de las montañas lejanas y los cactus más cercanos enmarcaban siempre lunas de esplendor y paz. En esas conversaciones que no eran con palabras las tres almas entendían que la luna era su principal guía y la premisa de su discernimiento. Saber hablarle en las noches oscuras o dejarla hablar en las luminosas era una forma sencilla para evitar equivocarse. Entenderse con su espíritu y el de las tres, que ya sabían que era uno.
Cuando ellas crecieron, Angela entendío que, de alguna manera, su misión como angel estaba satisfecha. Entonces recordó. Supo que tenía que volver para irse de nuevo y sanar otras almas. Por eso el el júbilo de la vibración de su tierra, con el universo y lagrimas de felicidad al saber que sus lunas bailaban en su tierra, homenajeando sus noches compartidas, quizás de muchas vidas.
Jose A. Casas-Alatriste