Nadie se acercaba más allá de algunos metros en el que la circunferencia de la entrada contenía la oscuridad de la cueva. Pocos siquiera se acercaban a esa parte de la montaña. Muy pocos vencían el miedo para constatar con oídos propios los sonidos que de ahí salían. Cada cuanto. En un volumen variable, el sonido de una voz.
Una voz a boca cerrada. Un mmmm profundo que navegaba en diferentes tonos. Como el acompañamiento de una oración. Como el sonido de un lamento en sanación.
Todos temían a ese espacio oscuro. Todos menos uno. Jaime. Que gustaba de acercarse lo suficiente para escuchar el sonido. Cerrar los ojos y componer sobre las voces que no eran voces, y que quizás era solo una, sonidos imaginarios que, combinados con la escucha exterior, se convertían en melodías mágicas dentro de su cabeza.
Las melodías a ojo cerrado, también proyectaban imágenes. De lugares lejanos, de personas con otra fisionomía, de paisajes con vegetaciones y animales nunca antes vistos por esos lugares. Sucesos de violencia o de amor. Aparatos modernos, o barro y agua, tierra y poca luz. Cada día las representaciones cambiaban. Cada vez las historias partían de un punto lejano, pero siempre, en algún momento, se entrelazaban. Dentro de la cabeza de Jaime se reconocían almas de diferentes momentos en uno. Lugares e historias hacían sentido como una secuencia fraccionada, pero que a través de pequeñas anclas o guiños, su naturaleza aleatoria se acomodaba en una cronología irreconocible en sus formas, pero inconfundible en su profundidad.
La voz era el hilo. La voz que no decía nada más que una vibración, y eso no es poco.
Un día Jaime inmerso en su experiencia reconoció algunas palabras en la voz. No eran palabras articuladas, simplemente eran intenciones dentro del sonido ininterrumpido. Como una invitación, como si dejara el murmullo ser sólo zumbido para convertirse en código. Una inminente invitación, pensó Jaime. Y con su presencia anclada en el cuerpo que descansaba a algunos metros de la entrada de la caverna, se dispuso a entrar y encontrar el origen de sus visiones.
Y ahí se encontraba al final de un pasaje oscuro y húmedo, una luz proveniente de una fogata infinita. Una sombra. Una figura que vibraba con su propio sonido, que al constatarse se movió un poco para dejar un espacio en el asiento para su invitado. No había miedo. Sólo expectación. El volumen no subía ni baja, solo se moldeaba a los diferentes tonos que seguían llenando el espacio.
No había nadie más. La sombra y Jaime. La figura y Jaime. Jaime y su sonido. Jaime y la voz que de pronto comenzaba a resonar en su pecho, y de la resonancia surgía su propio sonido. Perfecto, complementario al que ya estaba.
Un sonido que dejaba de sonar pero no de mover las flamas del fuego que tenía enfrente. Un sonido que se convertía en hilos y caminos para salir de ahí y entrar al todo. A cualquier lugar. A cualquier momento y a cualquier emoción que las personas alguna vez habían sentido.
Y entonces el sonido dejó de ser importante,
la presencia dejó de ser importante,
el fuego dejó de ser importante,
él mismo dejó de ser importante,
pues comprendió que cuando se es todo,
ya nada es importante.
(cuento inspirado en esta canción)
Jose A. Casas-Alatriste