No son pocas las veces que veo pasar mi vida como si esta se desenvolviera en el guión de un ajeno. Como si las palabras, los actos, las decisiones, las irracionalidades de mi comportamiento cotidiano, al menos por determinados lapsos, provinieran de la voluntad de un tercero, quien, como la voz sin cara del apuntador, dictara mis movimientos, escribiera mis palabras, ensayara mis reacciones.
Por eso estoy convencido de que existe un novelista personal, ¿Quien? ¿En donde? Eso es precisamente lo menos relevante, pues nadie sería capaz de descifrar la existencia evidente de su propio alter ego, menos si este tiene el control, al menos temporal, de tus decisiones. Pero de que existe, existe. El hamstercito inquieto que de pronto parece tomar control, que va acomodando las escenografías, que dirige a los actores y nuestras retinas se remiten a un enorme escenario, con amplias cortinas de terciopelo a los lados.
El conocimiento que tiene ese novelista de todos los archivos almacenados en los diferentes compartimentos de nuestra materia gris, es absoluto. De ahí su poder, de encontrar precisamente ese archivo del pasado que sabe que provoca noches de insomnio, el expediente especifico de la persona especifica, en el momento especifico. Pues tino no le falta, y parte de su poder absoluto radica en tener claro (o en orden) eso que nosotros pensamos que esta arrumbado, sin ninguna relevancia, olvidado entre comillas.
Pero nuestro novelista no es inmune al tiempo. A la experiencia de acciones y reacciones. A los éxitos que se derivan de los fracasos que al principio parecían éxitos inminentes. El novelista aprende a ver más allá de lo evidente. Su cúmulo de experiencias pablovianas donde ha sido participe de la dualidad permanente entre placer-dolor-placer, le hace tomar reservas. Se detiene cada vez más a analizar y ponderar los riesgos. Los checklists son cada vez más largos y confusos. El cuestionamiento difícilmente libra contradicciones y los riesgos, perfectamente acotados merman cada vez más las posibilidades. Ese factor de incertidumbre, que también llamamos intuición, o riesgo, o sentimiento, o fe, o corazonada, pierde terreno y los caminos se cierran. Se abren otros quizás distintos, más racionales. El novelista mide con mayor precisión las probabilidades de éxito de determinada estrategia de precios, el poder de negociación en una reunión, los riesgos fiscales de determinada decisión, que al final del día dejan al novelista satisfecho, pero incompleto.
Por eso aparece el otro novelista que es menos serio y que se atreve a escribir sobre el novelista omnipresente. Y como burla inconciente lo define, lo critica, lo describe desde su misma trinchera que no es otra más que la propia. Ahora, si el novelista amateur se la toma en serio, aparece el otro, que con una especie de alarma (quizás motivada por los celos de quien de pronto ve en riesgo su propia chamba ante quien decide escribirse) alerta de los clichés escritos. Del enorme estereotipo que representa el escritor “por inspiración” frente al escritor “de oficio”. Destruye hojas de papel que no satisfacen su propio intelecto y desacredita el afán de componer una historia, pues para él las historias no se componen, sino simplemente se relatan.
Por eso me gusta tomar el rol del escritor amateur. Por la indiscreta satisfacción de no satisfacer a mi novelista personal. Por el placer que me ocasiona ser leído. Por el enorme ego que me dice que al final del día lo escrito será trascendental en mi etapa post-mortem. Porque tengo tan pocas probabilidades de ser escritor que tengo muy poco que perder. O quizás estas son ya palabras de mi novelista personal, aferrado a llevarme de nuevo a una zona de control.
Jose A. Casas-Alatriste