No tienen razón de ser. Son autodecoración. Autodeterminación de desviar la atención. De evitar formar parte, insinuar que quieres formar parte pero quieres demostrar todo lo contrario.
Son ladrillos falsos. Son pretensión no estructural. Igual de inútil. Igual de disfuncional. Pero ahí los tenemos. Arquitectos de nuestro destino presente. Incorporándolos a lo que puede simplemente no dividir. Manteniendo la extraña barrera que representan. Como un juego de ajedrez en solitario.
Pero ahí siguen de pie. Como parte de un absurdo plan. Y lo peor es que parecen tener dos caras. Parecen ser construidos desde dos recamaras contiguas que no tienen ninguna razón para separarse. Ni se quieren separar. Sino todo lo contrario.
Pero pareciera que en el ámbito de construir en plural las paredes falsas son parte del abc de lo que se debe y se debe hacer. Evitar los espacios abiertos. Ignorar las entradas de luz y la reminicencias de transparencia. De inquietante honestidad.
La honesitdad sobrevalorada en otras etapas de la construcción. En otros momentos menos cruciales. ¿Hay algo más crucial que la planeación inicial?
Quizás a la larga todo tome su proporción. Los muros no tengan más razón de ser. Quizás sea al revés. Y las divisiones simuladas se consoliden como aparente cimentación. Y sobre estas crezca hierba y polvo, y cuadros antiguos y feos con el único objetivo de olvidarnos que quienes decidimos montar este terrible muro divisorio fuimos nosotros mismos.
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