La pendiente de la bajada, larga, una pista suficientemente ancha no se comparaba con la linea exponencial que seguía el largo salto. Habia que no frenar si quería llegar al límite de brinco, para no quedarme a la mitad de la rampa.
Arné y José lo habían hecho ya. Estaban arriba de la cornisa que se formaba con el salto. Al parecer sin frenar apenas habian logrado subir la pendiente del brinco. Entonces me lancé. Sin frenos. En poco tiempo alcancé una velocidad que empezó a darme temblores, pero no podía fallar. Yo era el grande del grupo y mi salto tenía que ser inolvidable. Cuando comencé la trayectoria ascendente de la rampa supe que no sólo alcancaría el borde.
Los esquís se elevaron y no había ya forma de frenar. Mi cuerpo se desprendió del salto uno, dos, tres metros y un arbol quedó por debajo de mi cuerpo. Jamás había saltado tanto y la caida podía ser fatal.
Una inmensa reserva de nieve-polvo me recibió ileso. Y los gritos de mis amigos, las risas nerviosas y el ritmo de mis latidos lo confirmaban. Ese día iba ser el héroe.
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