Tuesday, February 19, 2019

Cuento Revisado: A. (2.0)


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     A.     


Muchos años he regresado a veranear a la playa de Juan-Les-Pins y todo se remonta a la primera vez.

Tenía apenas dieciocho años y, gracias a que hablaba bien inglés, conseguí trabajo en un restaurante en la playa. Recién había terminado el liceo. Comenzaba el verano de 1997.

Llegué a la gare d’ Antibes y el calor era sofocante. Caminé un par de cuadras para llegar a un antiguo edificio, frente a una plaza rodeada de cafés. Mi habitación estaba en el segundo piso de un pequeño hotel-pensión.

Tras instalarme, compré un paquete de cigarrillos y caminé hasta la playa. Eran cerca de las 7 pero el sol seguía visible y anunciaba una espectacular puesta. No había nubes, y varias rubias seguían recostadas top-less a tan solo metros de donde decidí sentarme, encender un cigarro y presenciar el espectáculo.

Tras un rato el sol se escondió. Me recosté y pronto me quedé dormido. Entre sueños, comencé a escuchar una buena canción. Venía de una grabadora no muy lejana, como una dedicatoria. Un impulso inevitable me hizo voltear y al hacerlo me sentí envuelto por una mirada, que me esperaba, sin embargo no me veía. De todas las mujeres que había visto en la playa, o quizás en todo ese año, ella era la más hermosa. Los últimos vestigios de la tarde se reflejaban en una piel oscura, ocre. Volteó de un lado al otro y con la ligera brisa su pelo negro se expandió como una cortina de terciopelo. Me quedé absorto. La observé por unos minutos. Esperaba que contestara mi mirada (¿porqué estaba tan seguro que ella me había pedido que volteara?). De pronto, con una sonrisa que podía servir de espejo, se levantó y subió las escaleras hacia malecón, para perderse en la multitud.

La mañana siguiente empezó mi trabajo. Yo seguía nublado por la imagen de la noche anterior. Antes del medio día la pequeña playa privada estaba llena, y el calor quemaba por debajo del polo blanco. Cerca de la hora de salida, en los camastros de mi zona tenía a un grupo de estudiantes alemanas con un par de cervezas encima, coqueteos y risitas, pero yo tenía sólo un deseo: Salir y correr hacia la otra playa, que estaba en el lado opuesto del cabo, a veinte minutos a pie atravesando ambos pueblos (Antibes y Juan-Les Pins). A las seis en punto corrí.
Llegué en menos de 10 minutos al hotel. Me tomé una ducha, me afeité la barba rubia de dos días, y traté de aplacar los risos en mi cabeza. A través del espejo pude ver una seguridad extraña en mis propios ojos, como si en esos cristales esmeralda hubiera una certeza que hasta ese día no había experimentado. Me llené de ánimo mientras salía a la playa a buscar a la mujer que llevaba en la cabeza desde la noche anterior.

Me senté en el mismo sitio, con deliberada precisión. Vi la puesta del sol y sin voltear me recosté. Esta vez sin dormir. Sólo atento a la música que debería llegar. La espera con todos mis sentidos concentrados en uno: oía el quebrar rítmico del mar, el viento, alguna gaviota que se rozaba las rocas que delimitaban la playa; gente conversando, distintos idiomas; un niño llorando los gritos de su histérica madre; los bajos de una canción distante, que disfrutaba un grupo de jóvenes amantes del rap. En todo este coctel de sonidos no aparecía aún su canción. Mientras dibujaba con los oídos la escenografía que me rodeaba, pensaba en todas las posibilidades: No vendrá; Ni se percató de mi existencia; Era una turista que ya dejó Francia. La imaginé lejos, en otra playa, en otro país, definitivamente en otra fantasía. Los sueños existen con su propia temporalidad, nunca con prisa.

De pronto comenzó a sonar y la emoción a tomar forma. A pesar de tener los ojos cerrados sabía que estaba ahí, detrás, a menos de diez metros. La canción no dejaba dudas. ¿Cómo saber que no se trataba todo esto de una terrible coincidencia? ¿Cómo saber si era ella, cumpliendo una cita no pactada? Todo mi cuerpo empezó a subir de temperatura y con una invasión involuntaria de nervios, me mantuve recostado, los ojos cerrados, disfrutando la melodía, sonriendo. No tenía estrategia, no tenía un solo movimiento previsto, una frase preparada. Todo era una combinación bizarra entre felicidad e incertidumbre. Decidí quedarme quieto, no voltear. Si estaba ahí por mí, haría algo. Llamaría mi atención, y probablemente su desconcierto nos pondría en igualdad de circunstancias. La canción terminó. Pasaron un par de segundos y la misma canción comenzó.

Mientras me debatía qué hacer, la música comenzó a alejarse. Desconcertado, abrí los ojos y al voltear sólo alcancé a reconocer su liviana silueta subiendo al malecón, con la grabadora aún encendida.

Esa noche me quedé en el pequeño balcón de mi habitación repasando mil veces la escena. Me sentía estúpido y cobarde. Pareciera que su cara se había tatuado en mi consciencia, como una obsesión. Llegué a una conclusión. No existe coincidencia que se repita tres veces. Respiré un aliento de optimismo. Si ella estaba ahí mañana todo tendría sentido. Si no, entonces no había juego, o en el peor de los casos, ya lo había perdido.

Mi segunda jornada laboral fue más larga, y mi impaciencia mayor con cada “can I have another beer?”.

En mi trayecto trabajo-ducha-playa mejoré el tiempo un par de minutos. Y de nuevo mi cita -hasta ese momento- autista con el sol y con una canción que debía llegar si toda esta locura tenía pies y cabeza. De nuevo la oscuridad de los párpados, la imagen de los sonidos y la brisa. Sonidos formaban pinturas realistas. El viejo retirado hablándole de mala manera a su esposa, anda Charlotte, mierda, que se hace tarde y tengo hambre. Los niños jugando al futbol ¡¡¡Zinedine Zidaaaaane... gooool, y Francia gana la copa del mundo!!! La mama que le niega 5 francos a su hijo, suficientes helados por hoy, Didier, ya llevas 3 esta tarde. Un grupo de extranjeros que platican con las niñas bien de Paris, que tal unas guerritas de caballo en la playa. Yo esperaba mi canción.
El tiempo toma otra velocidad cuando se escucha, cuando se espera. Quizás fueron minutos u horas, soñando o dibujando mi alrededor, pero el ritual, la misma canción, al fin llegó. Me sentí tranquilo. Ya todo estaba en su lugar. Ahora, ¿sería prudente voltear y romper con la magia, o mantener esta extraña relación intacta? De nuevo evalué cada posibilidad. Y de nuevo la música se alejó. Aunque esta vez estaba seguro que mañana regresaría.

Veintitrés horas y medio después me senté en el mismo lugar. Esta vez observaba todo. Vi los tonos de rojo del atardecer, las escenas cotidianas de la playa de verano cuando el día está por terminar. Sentí la temperatura tibia de la arena después de un largo día abrasada al sol, y mis pensamientos se suspendieron en el horizonte indefinido del mar. El sol cayó y las largas sombras poco a poco perdieron su fuerza. No sabía si ya era tarde, pero nunca había estado tan seguro. La música no llegaba, no llegaba la canción. Tiempo y espera. Emoción e impaciencia y las cosas que definitivamente coexisten.

De pronto, mi cuerpo comenzó a sentir la misma impaciencia por voltear. Todo en mi sabía lo tenía que hacer, como la inquietante sensación de estar sólo y sentirse observado. Las cosas sucedieron rápido. Al pasar junto a mí encendió la grabadora con la canción, y se dirigió a las rocas en el límite de la playa. Me levanté y la seguí. Esta vez era ella la que no volteaba, pero mi presencia era evidente. Avanzó por una vereda entre las rocas. Caminamos uno detrás del otro, al lado de las pequeñas cuevas de roca calcaria. Aproveché el trayecto para deslizar mis ojos por el brillo en la oscuridad de su pelo; le cubría el cuello y parte de la espalda, descubierta, perfectamente simétrica. Contemplé sus brazos delgados que caían, hasta la altura de sus caderas, de dos hombros redondos de mujer reciente. Vislumbré sus piernas torneadas, suaves como la piel de delfín, azules, iluminadas por la fría luz de luna. La canción se repetía cada vez que terminaba, como un mantra. De pronto se detuvo. Dejó la grabadora en un peldaño y volteó a ver a su perseguidor. Sentí un temblor en las pantorrillas, mientras ella clavó sus esféricos ojos miel en los míos. No podría tener más de diecisiete años. Su cara se trazaba de hermosas líneas magrebíes; prologadas cejas oscuras, una nariz recta y pequeña; su boca inmensa empezaba a dibujar una sonrisa de cristales.

-       ¿Cómo te llamas? – Pude al fin hablar.
-       Aisha
En ese momento todo hizo sentido. La atmosfera, la canción, la espera.
-       ¿Como la canción? Ahora lo entiendo. Las dos son hermosas.
-       Gracias – Y bajó la mirada con algo de timidez. Su gesto, casi de una niña me desarmó. El pecho me explotaba.
-       Aisha, te vi por primera vez hace…
-       Lo se – Me interrumpió.
-       Así que también esperabas que yo estuviera…
-       Sí – Volvió a cortarme. Y en ese momento comprendí que era mejor no hablar más.
-       ¿Quieres caminar hacia la siguiente playa, o prefieres que busquemos un lugar en las rocas?
-       Prefiero un lugar en las rocas, quiero ver el mar desde aquí.

Nos adentramos fuera del camino para acercarnos al mar. Se escuchaba el ruido de las olas y la luna se trazaba en movimientos de la rugosa superficie del mar. Comenzamos a hablar. Y la conversación se fue hilvanando sin resistencia, si prisa ni tiempo. Como cuando conversan dos almas que se reconocen.

Aisha me contó la historia de su nombre, que en realidad era la historia de su madre. Y como de ella surgía la canción.

-       Khaled, el músico, tocaba en una taberna cerca de Rabat. Ahí trabajaba mi mamá. Él le escribió la canción. Se la regaló en su cumpleaños. Mi madre lo rechazó, pues unos meses antes conoció a mi papá. Unos años más tarde, mi mamá recibió un disco por correo. Él se lo envió con una dedicatoria y un boleto para un concierto que daría en Casablanca. Mi mamá no fue.
-       Tu madre debe ser hermosa
-       Sí lo es, sólo espero volver a verla algún día – respondió con la mirada alejada, sin emoción.
-       ¿Puedo preguntar dónde está? –  Me convertía en confidente, quizás antes de tiempo.
-       Prefiero no hablar de eso – Ahí supe que Aisha estaba rodeada de secretos, quizás omisiones justificadas. Comprendí que buscar indagar de más la alejaría. Ella pareció leer mis pensamientos. Sonrió y se recostó ligeramente en mi hombro. Supe que mis silencios le resultaban seguros, placenteros.
-       Se hace tarde, tengo que volver a Antibes.
-       Claro, vamos.

Caminamos de vuelta por la playa, el malecón y cerca de la plaza donde estaba mi hotel se detuvo.

-       Es mejor que a partir de aquí camine sola.
-       Está bien. Quiero verte mañana.
-       Sí. Nos vemos en el mismo lugar – De nuevo su sonrisa agradeció mi discreción. Se acercó, cerré los ojos y sentí sus labios sobre los míos. Un beso breve. Una eternidad.

El amor con los años toma formas rígidas. Se incrusta en conceptos solemnes llenos de compromiso, familia, complejidad. El amor se deforma en cotidianidad y especulaciones. En espacios compartidos y lugares comunes. Se olvida, con el tiempo y los resentimientos, los primeros pasos. Las primeras exaltaciones. Los primeros besos que te dejan una noche entera sin dormir. Hasta hoy recuerdo ese beso como un gran inicio. El punto de partida de tantos sentimientos. La firma de un destino, propio al que acompaña una pasión desbordada, lleno de dolor.

Aisha no faltó a su cita al día siguiente. Ni los siguientes 33 días siguientes. La noche 19 la convencí de visitar mi cuarto. Bajo la luz de dos velas y con el azul marino del cielo que se prepara para noche, pude reconocer su cuerpo entero. Sellar en mis manos la ternura de todas sus pieles. Sus texturas, su pelo, la inocencia de su pecho, sus piernas entrelazadas con las mías. Todos sus códigos, sus miradas, sus ojos cerrados en placer. Nos amamos sin muchas palabras. Su boca generosa y la firmeza de sus dientes. Su respiración cerca de mi nuca, el canto de sus gemidos felinos. Su ritmo ingenuo y al mismo tiempo perfecto. Hoy lo recuerdo y regreso a ese espacio sin tiempo.

Mis días se pasaban con una sonrisa imborrable. Eliminé cualquier otra actividad fuera del trabajo que no involucrara estar o preparar algo para Aisha. Caminamos las praderas cercanas a las villas. Nadamos en el mar del atardecer. Comimos helados mientras recorríamos el malecón. Nos recostamos debajo de los pinos en los puntos más álgidos del cabo. La olía, la tocaba como si fuera el incrédulo dentro de un sueño.

El día 32 la note más silenciosa. Habló poco y sus ojos parecían descontar una tristeza vecina. Estaba tan embobado que no lo percibí, y menos de lo que se avecinaba.

Esa noche en mi habitación, antes de que tuviera que volver a casa (¿a casa?) nos quedamos largo rato tirados en la cama, viendo el techo. Pensaba en el futuro. Quería quedarme con ella. Empecé a pensar en voz alta.

-       ¿Voy a poder visitarte en las vacaciones de toussaint?
-       Yo creo que sí, yo también quiero verte.
-       ¿Me vas a presentar a tu familia pronto? – Me atreví.
-       Por ahora no – remató con una sonrisa que sellaba límites.
-       Aisha, no me quiero separar de ti nunca más. No me veo siendo sin ti. je t'aimai, je t'aime et je t'aimerai, como la canción de Cabrel.

Llegó el día 33.

Llegué a nuestra playa poco después de las 6 y ahí estuve casi dos horas, esperando, viendo mi estado cambiar de la euforia a la ira, de la ira a la duda, de la duda a la tristeza y de la tristeza a la peor de las incomodidades, la soledad. Caminé los 800 metros de largo de la playa unas 40 veces. La veía en caras ajenas. La noche se cerró y me moví al malecón principal. Rodeé la plaza principal. El parque. Las bancas frente al whisky a go go. Regresé a la plaza de mi hotel y pregunté por ti en los cafés hasta que la ciudad se quedó sola de noche. La siguiente tarde caminé de cabo a cabo los 40 kilómetros. Pasé frente al Hotel du Cap donde nos prometimos en un futuro pasar nuestra luna de miel. Al día siguiente falté al trabajo para recorrer cada rincón que tuvimos en común, buscándote como un loco. Me percaté que no conservaba nada de ti. Ninguna referencia, ninguna coordenada. Ni una dirección, un teléfono. Y en la habitación, sobre el buró, tu grabadora. tu canción. Era todo lo que me quedabas.

Por eso todos los veranos te recuerdo. Quizás en el fondo de mi yace una mínima esperanza. Ya son 8 desde ese año; veranos de ritual, donde mi única actividad relevante es sentarme cerca de esas rocas blancas a ver el atardecer, cerrar los ojos, esperarte, y escuchar de tu vieja grabadora mil veces Aisha.

Jose A. Casas-Alatriste










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