Thursday, February 24, 2005

Viaje

Las luces del pueblo vibraban con la música que se desprendía de las guitarras y las flautas, así como de algunos de los tambores al rededor del fuego. La incandescente noche se pintaba de tres colores: El amarillo rojizo del fuego central y sus antorchas, el blanco en todas las vestimentas y las estrellas, finalmente el negro característico de la noche en el desierto.
Minutos después de medianoche, se acercó un hombre de facciones toscas, moreno, de mirada profunda. En sus manos tenía una especie de charola. Dentro estaba el peyote. Con un gesto me lo ofreció y acepté. Tome la raíz lentamente y, tratando de quitarle la mayor tierra posible, le di una mordida, tragándomela casi instantáneamente para evitar el amargo sabor.

Las luces del pueblo se alejan mientras yo de mí. La luna es luz suficiente mientras el frío del desierto me abraza. La noche es perfecta y el silencio casi absoluto. Ya no logro ver más que la silueta de los cactus en el horizonte. Creo que he perdido la orientación.
Aparecen dos ojos. Me acerco y es una cara. Con un gesto amable se acerca este hombre. Debe tener cien años pero camina perfectamente. No quita sus dignos ojos de los míos. Saca un pedazo de madera de su morral y rápidamente prende una fogata. Siento el calor del fuego en mi cara mientras me siento donde el viejo me indica. Las sombras de sus arrugas, la mirada perdida en el fuego, la paz que este hombre inspira me hace dudar si tengo frente a mi a un ángel.
“No soy más que un viejo”, se adelanta a mis pensamientos. Escucho. “Cada estrella que vez es un sueño feliz”. Volteo a ver el cielo y sonrío mientras él continúa. “Cada sueño es una puerta abierta, pero todo está en la vida, lo que hoy empiezas.” Trato de descifrar ese juego de palabras mientras la luna se dibuja en el cabello blanco del profeta.
“El camino entre tú y yo puede ser eterno o instantáneo. Todo depende de tu capacidad para apreciar las puertas. Pero, sobretodo, de entrar en aquellos cuartos inesperados”. Su metáfora me recordó a la antigua leyenda del regreso a ítaca. Él es ítaca. Él es aquella Penélope deseada como fin. Pero después de desaparecer en la noche, entre las estrellas detrás de mis párpados, en el frío oscuro de esta mística soledad, sé que mi viaje será infinito.

Fin



José Antonio Casas-Alatriste Parlange.

Friday, February 04, 2005


El cabo, al norte Juan, al sur, antibes... Posted by Hello

Atardecer en Juan les pins Posted by Hello

Thursday, February 03, 2005

A.

A.

Muchos años he regresado a la hermosa playa de Juan-Les-Pins. Festejar el aniversario de mi último viaje se ha convertido en el mejor pretexto para volver. Como buen normando siempre tuve mis recelos de venir a las calurosas playas del sur, que definitivamente son más hermosas pero carecen de la rigurosa tradición bretona, las terrazas se llenan de extranjeros que prefieren una hamburguesa a una deliciosa boullavaise local. Esa era mi idea general de este lugar hasta que vine por primera vez.

El camino incluyó 3 trenes y 8 paradas en el metro de Paris, uno de gran velocidad hasta Niza y otro más pequeño lleno de bañistas y personas en sandalias. Finalmente llegué a la gare de Antibes y el calor era sofocante. Mi primo esperaba ya en el andamio y caminamos tan sólo un par de cuadras para llegar a un antiguo edificio, frente a una pequeña plaza, rodeada de cafés. Mi habitación estaba en el segundo piso de un pequeño hotel-pensión, que operaban Charles y Stephane, una pareja gay que lo mantenía impecable.

Mi humor no era del todo bueno, pues estaba ahí un poco a regañadientes, mi tío me había pedido que por favor ayudara a Paul, su hijo, a atender el restauran de playa del que se había hecho socio el verano anterior.
La verdad no me podía quejar. Acababa de terminar mi Baccalaureat y un verano en la costa azul no sonaba tan mal después de todo, pero mis prejuicios, el cansancio del tren y la risita burlona del tipo de la tienda, que escuchó mi acento como si fuera alguna especie de refugiado albanés al pedirle un paquete de cigarros, no me ayudaron mucho.

Caminé entonces hasta la playa que estaba a menos de 3 cuadras de mi hotel. Eran casi las 7 de la noche pero el sol era perfectamente visible y anunciaba una espectacular puesta. Primera buena noticia, no habían nubes, y varias rubias seguían recostadas top-less a tan sólo algunos metros de donde decidí sentarme, encender un cigarro y presenciar el espectáculo.

A los pocos minutos el sol se escondió, decidí recostarme y pronto me quedé dormido. Entre sueños, comencé a escuchar una buena canción, que me costaba reconocer, pero venía de una grabadora no muy lejana a donde yo estaba. No sé si fue la canción o un impulso inevitable lo que me hizo voltear pero al hacerlo me sentí envuelto por una mirada, que al parecer esperaba que volteara, y sin embargo no me veía. Era la mujer más hermosa que había visto. Tenía el pelo negro abajo de los hombros, un poco rizado por el viento playero, su piel era morena y sus ojos miel. Me quedé observándola por unos minutos esperando que se percatara que estaba contestando a su mirada (¿porqué estaba tan seguro que ella me había pedido que volteara?) y de pronto, con una ligera sonrisa satisfecha, se levantó, tomó sus cosas y se fue hacia las escaleras que subían al malecón, para perderse entre la gente que por ahí caminaba.

La mañana siguiente llegué temprano al restaurante. Antes del medio día la pequeña playa privada estaba llena, y el calor era insoportable con el polo azul y las bermudas beige que utilizábamos los empleados. Mi tío sabía que hablaba bien inglés y un poco de español, por lo que me pidió que ayudara a mi primo, que a pesar de ser un par de años mayor que yo, era medio inútil y flojo. Mi hora de salida era a las seis, en los camastros de enfrente tenía a un grupo de estudiantes alemanas con un par de cervezas encima, coqueteos y risitas de por medio, pero tenía una gran desesperación por salir, y correr hacia la otra playa, aquella que estaba del otro lado del cabo, pero que atravesando ambos pueblos (Antibes y Juan-Les Pins) se encontraba a menos de veinte minutos a pie. A las seis en punto salí. Mi primo, instalado ya con las alemanas me llamó para que los acompañara, pero me desafané con algún pretexto.
A pesar de estar a 20 minutos a pie, llegué en menos de 10 al hotel para tomarme una ducha y salir a la playa cercana a buscar a la mujer que llevaba en la cabeza desde la noche anterior.

Me volví a sentar en el mismo lugar, como un dejá vu provocado. Vi la puesta del sol y sin voltear me recosté. Esta vez sin poder dormir. Sólo atento a la música que pronto debía llegar. Y en la espera con todos mis sentidos concentrados en uno, escuchaba el mar, el viento, alguna gaviota que se acercaba a las rocas que delimitaban la primera playa del cabo. La gente que conversaba, los distintos idiomas, un niño llorando los gritos de su histérica madre y una música demasiado lejana, proveniente de un grupo de jóvenes americanos amantes del rap. Pero en todo este coctail de sonidos no estaba su canción. Y mientras dibujaba con los oídos la escenografía que me rodeaba, pensaba en todas las posibilidades: En el no vendrá, en el ni se percató de mi existencia, en el era una turista que ya dejó Francia. La imaginaba lejos, en otra playa, en otra ciudad, en otro país y definitivamente en otra fantasía. El esfuerzo de mantener los ojos cerrados poco a poco logró su cometido y dejé de distinguir la atmósfera dibujada por sonidos con un profundo sueño. Y el sueño llegó.

La canción comenzó a sonar, esta vez si la pude reconocer, un hit de hacía algunos veranos, y entonces mi sueño empezó a desaparecer, a pesar de tener los ojos cerrados sabía que estaba ahí, detrás, a menos de diez metros. Y la canción no dejaba dudas. ¿Cómo saber que no se trataba todo esto de una terrible coincidencia? ¿Cómo saber que se era ella, que estaba ahí cumpliendo una cita no pactada? A pesar de que todo mi cuerpo empezó a subir de temperatura y con una invasión involuntaria de nervios, me mantuve recostado, con los ojos cerrados, disfrutando de la música, con una ligera sonrisa en la boca. No tenía estrategia, no tenía idea de que hacer, como reaccionar en medio de tanta emoción combinada con incertidumbre. Decidí no hacer nada, no voltear a su llamado. Claro. Si ella estaba ahí por mí haría algo, de alguna forma trataría de llamar mi atención, y probablemente su desconcierto nos pondría en igualdad de circunstancias. Y así me quedé hasta que terminó la canción. Pasaron un par de segundos en silencio y la misma canción comenzó. ¿Sería esto evidencia suficiente? ¿Es este el mensaje que esperaba?
Sin embargo un inesperado fade-out fuera de tiempo me desconcertó. No sabía lo que sucedía y menos que hacer. Abrí los ojos y cuando me di la vuelta para verla sólo alcancé a reconocer su imagen subiendo al malecón, aparentemente tranquila, pero con la música aún encendida.

Esa noche me quedé en el pequeño balcón de mi habitación repasando mil veces la escena. En ocasiones me sentía estúpido y cobarde por no haber volteado antes. Otras me sentía absurdamente ingenuo, pero su cara seguía metida en mi cabeza. Llegué a una sola conclusión. No existe coincidencia que se repita tres veces. Lo cual me daba un ligero aliento. Si ella estaba ahí mañana todo tendría sentido y entonces yo tenía todas las cartas en la mano. Si no, entonces no había juego, o en el peor de los casos, ya lo había perdido.

Mi segunda jornada laboral fue más larga y mortificante, y cada sonrisa después de “can I have another beer?” me impacientaba aún más.
En mi trayecto trabajo-ducha-playa mejoré el tiempo un par de minutos. Y de nuevo mi cita -hasta ese momento- autista con el sol y con una canción que debía llegar si toda esta fantasía tenía pies y cabeza. Y de nuevo la oscuridad de los párpados, la imagen de los sonidos y la brisa. Escuchaba todo con tal detalle que lo podría haber dibujado. El viejo retirado hablándole de mala manera a su vieja esposa, anda Charlote, mierda, que se hace tarde y tengo hambre. Los niños jugando con una pelota, Zinedine Zidaaaaane... gooool, y Francia gana la copa del mundo!!!. La mama que le niega 5 francos a su hijo, suficientes helados por hoy, Didier, ya llevas 3 esta tarde. El grupo de extranjeros que platican con las niñas bien de Paris, que tal unas guerritas de caballo en la playa y los problemas de comunicación no se interponen a la hormona. Y yo esperando mi canción.
Definitivamente el tiempo toma otra velocidad cuando se escucha. No sé cuantos minutos habrán pasado, quizás fueron horas, soñando o dibujando mi alrededor, pero el ritual, la misma canción, al fin llegó. Esta vez me sentí tranquilo. Ya todo estaba bajo control, pero ¿sería prudente voltear y romper con la magia, o debo mantener esta extraña relación intacta? De nuevo evalúo cada posibilidad. Y de nuevo la música se aleja. Aunque esta vez estoy seguro que mañana regresará.

Veintitrés horas y medio después me siento en el mismo lugar. Pero esta vez observo todo. No me recuesto como los días anteriores, sino que me mantengo sentado viendo el increíble atardecer, y de pronto todo pasa tan rápido. El sol cae y las largas sombras poco a poco pierden su fuerza. No sé bien si ya esta retrasada o si aun es temprano, pero nunca he estado tan seguro. La música no llega, no llega la canción. Tiempo y espera. Emoción e impaciencia y las cosas que definitivamente coexisten.

Esta vez la canción no llega, aunque poco a poco empiezo a sentir la misma impaciencia por voltear que la primera vez. Todo en mi sabe que lo tengo que hacer, como la terrible sensación de estar sólo y sentirse observado. Las cosas suceden rápido. Al pasar junto a mí enciende la grabadora con la canción, y después me pasa de frente sin voltearme a ver, y se dirige a las rocas que se encuentran a la izquierda. Tranquilo, me levanto y camino detrás de ella. Esta vez es ella la que no voltea, pero mi presencia no puede ser más evidente. Empieza a subir por la vereda entre las dos rocas, caminamos uno detrás del otro, al lado de las pequeñas cuevas formadas en las rocas calcarias. Y seguimos. Clavo mis ojos en su pelo obscuro, que le cubre el cuello y parte del dorso. Sigue mi mirada descendente por el resto de su espalda descubierta, perfectamente simétrica. Por sus brazos delgados que caen de dos hombros redondos hasta la altura de sus caderas perfectas, y por sus piernas, doradas por los últimos vestigios de luz. Cada vez que la canción termina, se repite, y la atmósfera se convierte en una especie de mantra. De pronto se detiene. Deja la grabadora en un pequeño peldaño y voltea. Siento que mis pantorrillas tiemblan ligeramente, mientras ella clava su mirada en mis ojos. Debe tener diecisiete años. Sus rasgos son árabes, con prologadas cejas que delinean un par de ojos profundos, su nariz es recta y pequeña y enmarca una boca inmensa,  donde poco a poco comienzo a leer una sonrisa.

Como te llamas. Aisha. En ese momento todo hace sentido. La canción, el nombre, la atmósfera, la espera. Aisha. Sí, como la canción. No sé cuál es más hermosa, si tú o la canción, pero definitivamente juntas hacen sentido. Ella sonríe tímidamente. ¿Acaso es posible este tipo de encuentros a finales del siglo veinte? Aisha, te vi el otro día, no sé si tu... Sí. Entonces tu también vini... Sí. Hay momentos en donde es mejor dejar las palabras de lado...

Caminamos juntos hasta una piedra lo suficientemente lejana, y no sentamos a ver el reflejo de la luna en el mar. Hablamos de todo un poco. Aisha me contó la historia de cuando Khaled conoció a su madre –Aisha también-, en un popular bar marroquí, sin ser aun famoso. Cómo su madre lo ignoró (amaba a su esposo, padre de Aisha) y seis meses después, exactamente, recibió por correo el sencillo que ya sonaba en toda Europa, con una melancólica dedicatoria.

El resto del verano lo compartí con ella. En verdad llegué a amarla al muy poco tiempo. Pero como las grandes vivencias de la vida, un día acabó.

Llegue a nuestra playa poco después de las 6 y ahí estuve casi dos horas, esperando, viendo mi estado de animo cambiar de la euforia a la ira, y de la ira a la duda, de la duda a la tristeza y de la tristeza a la soledad. Llegué a la habitación que ya habíamos compartido un par de veces, y ahí estaba. Aisha, ecoute moi... Al ver y escuchar la grabadora sabía que no volvería a verla.

Por eso todos los veranos la festejo. Ya son 8 los que he pasado desde aquel en este pueblo, veranos de ritual, donde mi única actividad relevante es sentarme cerca de esas rocas blancas, a ver el atardecer, cerrar los ojos y escuchar de una vieja grabadora mil veces Aisha.


(c) 2004 Jose A. Casas-Alatriste